A veces me pregunto si lo que muchos llaman “demonios interiores”, no será otra cosa que una mezcla de sentimientos que reside en la mente humana desde tiempos inmemorables.
Varios años atrás un amigo mío fue despedido de su trabajo. No es que haya hecho algo malo, o que se dejara llevar por la vagancia. Simplemente (y de manera premeditada) sus empleadores decidieron que no lo precisaban más, por lo que “no podían” seguir sosteniendo su rol dentro de la empresa. Frustrado, de un momento para el otro pasó a incrementar el porcentaje de personas desempleadas en mi país.
Los más cercanos intentamos escucharlo, ayudarlo y animarlo a salir adelante, mucho más considerando las posibilidades y ventajas que le otorgaba su juventud. Pero su apego a la tristeza era tan grande, que gastó varios meses de su vida sin hacer nada más que justificarse a sí mismo, autodenominarse “fracasado” y darle rienda suelta al rencor hacia sus antiguos jefes.
La autocompasión está más cerca de lo que usted se imagina.
¿Alguna vez dijo frases tales como “nadie me quiere”, “no soy comprendido”, “soy un inútil”, “todos están en mi contra”? Quizás no tuvo la valentía de exteriorizarlas, pero es muy probable que en lo más íntimo de su ser alguna vez haya albergado este tipo de pensamientos.
Es necesario decirlo, de una buena vez: la autocompasión es un intento estéril por aliviar el dolor que algo o alguien nos ha provocado, aunque muchas veces nosotros mismos hemos sido los causantes de dicho sufrimiento. Cuando nos auto compadecemos, creamos un refugio virtual que termina perjudicándonos, porque cauteriza nuestra capacidad de analizar racionalmente la situación y paraliza nuestra voluntad de decisión.
Entonces, ¿Qué hacer? ¿Cómo salir?
El rey David exclamó: “¡Bendito seas, Dios mío! Cuando yo estuve en problemas me mostraste tu gran amor. Estaba yo tan confundido que hasta llegué a pensar que no querías ni verme. Pero a gritos pedí tu ayuda, y tú escuchaste mis ruegos” (Salmos 31.21-22).
Cuatro consejos para poner en práctica este fin de semana: a).- Sea honesto consigo mismo. ¿De verdad piensa de usted lo que ahora está pensando? b).- Decídase a pensar distinto, en positivo. c).- Mire hacia delante y abandone el seudo placer que le brinda el hecho de recordar (y remover) las experiencias que lo hicieron sufrir (“Hoy es el primer día, del resto de su vida”). d).- Finalmente, confíe en Jesucristo. Hable con Él. Compártale sus pensamientos y sentimientos. Sin duda alguna Dios le infundirá la fuerza y la valentía necesarias para vivir una vida plena.
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