«Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre» (Juan 6: 35).
DIOS ORDENÓ que en el santuario hubiese una mesa, sobre la que se colocaban los panes de la presencia de Dios; un símbolo de su morada. Los panes venían acompañados de los utensilios, con los cuales se partía el pan que iba a ser comido. Dios no comía los panes, sino los sacerdotes cuando terminaba el ciclo semanal.
Obviamente, esto debía tener una significación espiritual, como sucede con los otros elementos y servicios del santuario. Del pan de la Presencia se nos dice: «Era un reconocimiento de que el hombre depende de Dios tanto para su alimento temporal como para el espiritual, y de que se lo recibe únicamente en virtud de la mediación de Cristo». Era una especie de «señal de perpetua ofrenda de gratitud a Dios por las bendiciones recibidas diariamente de su mano». Esta era otra de las ofrendas que formaban parte del servicio continuo del santuario. Se tenía, pues, cuidado de colocar una remesa de pan fresco, pues siempre debía haber pan sobre la mesa, así como debía haber siempre un holocausto sobre el altar (2 Crón. 2: 4).
El pan de la proposición era ofrecido a Dios en señal del «pacto perpe tuo» (Lev. 24: 8). Era el testimonio perpetuo de que Israel dependía de Dios para recibir sustento y vida. De parte de Dios, era una promesa continua de que mantendría la provisión de alimento para su pueblo.
En el Nuevo Testamento, los cristianos también participan de una mesa: la del Señor (Luc. 22: 30; 1 Cor. 10: 21). En la antigüedad, los sacerdotes comían el pan que representaba a Aquel que moraba entre ellos; hoy, cuando partimos el pan, loscristianos comemos simbólicamente el cuerpo de Cristo. El pan es símbolo de que el Señor estará siempre entre nosotros (1 Cor. 11: 24). El pan es el cuerpo de Cristo, quebrantado por nosotros. La copa es el nuevo pacto en su sangre (1 Cor. 11: 24, 25).
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